Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

Error y Mala Praxis

Alcides A. Greca

Errare humanum est

A los médicos nos cuesta, frecuentemente, admitir que nos equivocamos. Las causas de este fenómeno son, seguramente, múltiples. La más notoria puede ser la tendencia que tenemos, quizá por un mecanismo defensivo ante la vivencia cotidiana de la muerte ajena, a imbuirnos de una buena dosis de omnipotencia, que nos hace sentir la ilusión de ser una suerte de “dueños de la salud”. Cuando algo falla, cuando los resultados no son los esperados, cuando nos damos cuenta de que la omnipotencia era solamente una ilusión, solemos negarlo, intentamos justificarnos y no pocas veces ocultamos celosamente a propios y extraños, nuestros desaciertos. Probablemente sintamos que decaemos en la estima de nuestros pacientes si nos reconocemos falibles y vulnerables.

Desde un punto de vista educativo, las nefastas consecuencias de esta conducta saltan a la vista. Nada existe más paralizante que el no reconocimiento del error. La imposibilidad de enmienda, sea consciente y basada en mecanismos emocionales de bloqueo, o inconsciente, simplemente porque nos negamos la capacidad de ver la equivocación, nos lleva inexorablemente a volver a equivocarnos. Cuando erramos, es bueno que sea en público. Si lo hacemos entre las cuatro paredes de nuestro consultorio, y con nuestro paciente como único y silencioso testigo, será él y sólo él, la víctima de nuestras fallas. Si decimos algo equivocado, en cambio, durante un pasaje de sala, en un seminario o simplemente durante un cambio de opiniones con los colegas con quienes compartimos la tarea cotidiana, siempre tenemos la posibilidad salvadora de ser corregidos a tiempo. Para eso, pensará el lector, habrá que aprender a sobrellevar el dolor que nos produce nuestro narcisismo herido, y esto no es tarea sencilla. Por cierto, no lo es, pero tampoco imposible. Los años y la experiencia, tan didácticos siempre, tendrán un efecto de bálsamo cicatrizante.

No resulta fácil que los jóvenes comprendan esto y vivan sus errores con naturalidad. Como contracara del efecto de los años, la juventud está imbuida siempre de omnipotencia. Sólo aquél que se ha acostumbrado a los reveses que depara la vida, acepta en paz su falibilidad. En nuestros días, la ardua tarea de control narcisístico, choca con un escollo peligroso: el fantasma del juicio por mala praxis.

Hace ya tiempo, en los Estados Unidos, donde tales juicios llegaron a convertirse en una industria, se dejaron de llevar a cabo en muchos centros médicos educativos (“teaching hospitals”) los ateneos anátomo-clínicos, en los que los hallazgos de la necropsia a menudo ponen al desnudo enfermedades no diagnosticadas en vida del enfermo. Estos hallazgos, tan útiles para sacar de ellos múltiples enseñanzas, dieron pie muchas veces a que abogados atentos y vigilantes pusieran en marcha una demanda contra los médicos y las instituciones.

La mala praxis se configura cuando se dan una o más de las siguientes condiciones: imprudencia, negligencia o impericia. Si el médico ha actuado en el marco de sus aptitudes debidamente certificadas, con diligencia y con cuidado y respeto por su paciente, la aparición de una complicación o efecto colateral serio o aun mortal, no implica de manera alguna que haya habido una falta grave o un delito. Sería importante que tuvieran esto en cuenta los jueces.

El límite que parece sinuoso entre error y mala praxis, en realidad es nítido e inalterable y está trazado por la ética. Si sabemos restringir nuestra autoridad al área de nuestra competencia y podemos reconocer nuestras limitaciones, sin que nos tiemble la voz para pedir ayuda cuando la situación lo amerita; si mantenemos siempre el respeto por el ser humano total que tenemos enfrente, con sus derechos y deberes, con sus necesidades y sus legítimas demandas; si no nos extralimitamos en el uso de su confianza, no caeremos en mala praxis y podremos mostrar sin tapujos (incluso a él) nuestros errores. Porque cuando se establece entre dos seres humanos una atmósfera de confianza mutua, se acepta incluso que el otro se equivoque y pueda rectificarse.

Y será entonces posible que saquemos provecho de nuestros errores, analizados y discutidos públicamente, para no tener que ocultarlos bajo tierra, como dice el proverbio popular. Se disfruta de los éxitos, de los aciertos y de los halagos, pero sólo se aprende del error.

 

 

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