Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

Furor curandi

Alcides A. Greca

Un sano es un enfermo

insuficientemente estudiado.

Proverbio popular

Los médicos hemos tenido siempre una tendencia innata a la desmesura y la grandilocuencia. Cuenta el mito griego que Asclepio (Esculapio para los romanos), dios de la medicina, llegó a ser tan diestro en el ejercicio del arte que consiguió devolverle la vida a un muerto. Este pecado de soberbia, intolerable para los dioses, mereció el castigo implacable de Zeus, que con un rayo fulminó al arrogante.

En nuestros recetarios médicos tenemos siempre a la vista una barra inclinada (/) luego de la tradicional fórmula Rp (recipe: reciba), que nos recuerda el rayo con que Zeus pulverizó a Asclepio, a fin de que no olvidemos los médicos que no somos dioses.

El mito (para algunos, expresión del inconsciente colectivo, si semejante cosa existiese) surge siempre de un saber popular que plasma en una historia fantástica un hecho conocido por todos. Es bien sabido que presumimos de científicos (me ocupé de este punto en una nota editorial hace algún tiempo, que llevaba por título “Lo médico y lo científico”) y no conformes con ello, nos autodenominamos depositarios del arte de curar. No negaré que mucho tiene de arte, en cuanto habilidad o destreza, nuestra práctica, pero curar es sin duda alguna, una exageración. Pocas veces curamos los médicos, aunque siempre está a nuestro alcance la posibilidad de aliviar, de consolar, de contener, en suma de ayudar al semejante sufriente.

Imbuidos de esta fantasía de omnipotencia y estimulados por recursos técnicos más y más sofisticados, como así también por medicamentos cada día más eficaces y recursos quirúrgicos cada vez menos invasivos y más precisos, llegamos a creer que todo lo podemos diagnosticar y toda desviación de lo normal es pasible de ser corregida por nuestra sapiencia. Mucha es en consecuencia la desazón cuando descubrimos que un día cualquiera, antes o después, la muerte sobreviene y nos pone ante la evidencia de que no podremos nunca contra ella, como sacrificando su propia vida, tuvo que apenderlo Asclepio.

Como todo se puede diagnosticar, especialmente en nuestros años de médicos jóvenes, sentimos que todo debe ser investigado. A menudo encontramos situaciones incidentales, sin significación patológica ni pronóstica alguna y literalmente, no sabemos que hacer con ellas. ¡Cuántos pacientes jóvenes y asintomáticos fueron preocupados seriamente por el hallazgo de un prolapso de la válvula mitral sin ninguna disfunción valvular y por ende sin ningún peligro presente o futuro! ¡Cuántos ancianos, que habiendo superado con éxito notorio los 80, tienen una leve elevación de la glucemia o del colesterol y son atormentados sin piedad con prohibiciones dietéticas y medicamentos costosos y con riesgo de producir en ellos más efectos indeseables que en los jóvenes, con el mero interés de normalizar sus análisis! ¿Qué diferencia sustancial en la expectativa de vida puede haber en estos casos con o sin estas alteraciones? ¿Qué cosa que no se emparente con el sadismo puede subyacer en ese privar a un anciano de uno de los pocos placeres que todavía puede disfrutar?

Los años, en algunos casos (no en todos, lamentablemente), van aquietando al médico y se nos va pasando ese afán de que todo lo se pueda hacer sea hecho, siendo o no necesario. Así, es posible que le vayamos ahorrando a nuestros enfermos molestias y privaciones y que aprendamos a promover la salud (es decir, el vivir bien, saludable y placenteramente), y no la enfermedad como hacemos tan a menudo, medicalizando la vida con una retahíla de medicaciones y recomendaciones.

Peor y más riesgoso es el caso de los tratamientos hasta el final, aun cuando muy poco quede por esperar, como no sea una muerte digna. Continuar, contra toda esperanza, invadiendo a los enfermos, sometiéndolos a respiradores, catéteres, drogas de toda índole y particularmente, aislándolos de sus seres queridos, son conductas que tienen mucho de inhumano.

La energía de los años de juventud es valiosa, disfrutable y muchas veces hacedora de proezas, pero la madurez consiste en adquirir capacidad para dosificarla, administrarla y hacerla una herramienta de ayuda al semejante en lugar de un instrumento de exaltación del propio narcisismo.

 

 

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