El Idioma de los Médicos
Alcides A. Greca
Ya
se sabe: por una línea razonable o una recta noticia
hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales
y de incoherencias
Jorge Luis Borges: La biblioteca de Babel
Ella estaba muy atenta a la aguja del manómetro de su
tensiómetro aneroide cuando la mujer tímidamente le dijo: “Hace
poco mi médico me hizo un estudio de la presión”. La joven
médica del servicio de urgencia que la atendía desinfló del todo
el aparato y dijo para sí misma pensando en voz alta:
“Seguramente le hicieron un MAPA”. La paciente la miró
sorprendida, probablemente con una imagen cartográfica en su
mente y le aclaró resuelta: “No doctora, sé que era un estudio
de la presión, no podría decirle cómo se llama pero estoy segura
de que un mapa no era”.
Es sabido que es difícil
entender a veces el idioma de los pacientes y que llega a
constituir un arte traducir lo que nos dicen con sus palabras
que significan para nosotros a menudo cosas distintas que para
ellos y comprender exactamente lo que quieren decirnos. Esta
tarea de verdadero traductor que el médico debe ineludiblemente
ejercer si quiere ser eficaz en su contacto con el paciente está
plagada de dificultades porque las escuelas de medicina no
suelen enseñarla con demasiado empeño. Con cierto humor,
comentaba Alberto Agrest: “Con suerte, a veces los pacientes se
expresan en prosa con buena gramática y expresiones directas no
metafóricas, y la traducción entonces es fácil.
Lamentablemente esas
veces son las menos. La mayor parte de las veces los pacientes
se expresan en verso libre, con metáforas y palabras que no
figuran en los diccionarios enfermo-médico. La traducción corre
el riesgo de no ser fiel, trastrocar significados y dar lugar a
malos entendidos.”
Si esto es así para los
médicos, qué decir de los pacientes, que sin posibilidad de
preparación alguna, aun cuando tengan un buen nivel intelectual,
riqueza lingüística y hasta una amplia cultura, no tienen por
qué saber que la sigla MAPA que utilizó la doctora significa
Monitoreo Automático (o si se prefiere Ambulatorio) de Presión
Arterial, y nada tiene que ver con el mapa que llevábamos al
colegio. Algunas expresiones ya han alcanzado tal difusión
popular que nadie requerirá aclaraciones. No creo que haya
paciente o familiar de paciente que se nos quede azorado mirando
sin entender cuando le digamos que es necesario investigar el
HIV o que sospechamos un SIDA o que ya sería tiempo de hacer un
nuevo PAP. Sin embargo, es frecuente escuchar en los pasillos de
hospitales y sanatorios a médicos que con aire de honda
sapiencia explican a familiares de enfermos los problemas del
IAM o los riesgos de TEP o la necesidad de hacer un estudio de
las venas para buscar una TVP.
Los más tímidos
permanecen en respetuoso silencio y los más osados se arriesgan
a rogar “¿Me podría hablar en castellano, doctor?” Es entonces
que el médico condesciende a aclarar (a menudo sin ocultar su
fastidio): “una trombosis venosa profunda, señora” y se retira
con ceño fruncido y aire preocupado.
Me he preguntado muchas
veces por qué ocurre esto. He intentado en distintas etapas de
mi vida médica darme algunas respuestas: a) los médicos estamos
muy atareados y el tiempo no nos sobra, por lo tanto recurrimos
a siglas para hablar más rápido y poder dedicarnos a otras
cuestiones más importantes para la salud de nuestros enfermos,
b) hablamos entre nosotros demasiado tiempo y olvidamos que los
pacientes muy pocas veces son colegas o estudiantes de medicina
o apasionados lectores de temas médicos, c) se nos “pegan” las
expresiones y siglas que leemos permanentemente en las revistas
médicas y no tenemos en cuenta que tales revistas no se
encuentran en quioscos accesibles al público general lo cual
hace que nuestros pacientes y sus familiares habitualmente no
las lean.
Nunca pude convencerme de
la verosimilitud de ninguna de estas hipótesis por lo cual
últimamente he intentado darle al asunto una nueva
interpretación. Una primera aproximación superficial permitiría
aseverar que el lenguaje es una convención social que nos
permite comunicarnos. Dicho así parece aceptable. A pocos que no
sean expertos en lingüística les resultará fácil decir qué es
una palabra. Muchas palabras pueden significar la misma cosa y
una misma, en diferentes contextos, conceptos del todo
diferentes. Extrañas discrepancias sonoras pueden simbolizar lo
mismo en distintos idiomas a punto tal que quizás no podamos más
que admitir que una palabra es “algo que significa algo para
alguien”.
En realidad nos valemos
más de los matices que de los estrictos significados para
comunicar y como dice Eco “la estructura del lenguaje no
responde a la lógica formal sino a la retórica, es decir a una
lógica de las sustituciones, en donde todo se puede sustituir
por todo, siempre y cuando el elemento sustituido y el sustituto
tengan conexiones culturales preexistentes”. (Umberto Eco: Las
poéticas de Joyce)
¿Qué es esto de las
conexiones culturales? Distintos grupos sociales como los
adolescentes, los policías, los hampones y sin duda los médicos
entre otros, tienen su propio léxico que les sirve para
entenderse entre sí pero sobre todo para segregar a eventuales
interlocutores, para hacerles notar que “no son de los nuestros”
en ese afán gregario y tribal que acompaña al hombre desde el
mismo momento en que se paró sobre sus pies en la tierra.
Si yo sé lo que es el IAM
y lo saben mis pares seguramente dejaré una clara sensación de
superioridad en ese familiar angustiado que aguarda noticias en
la sala de espera de la Unidad Coronaria. Sin duda el joven
galeno que se alejó arrogante dejando en ayunas a la mujer con
lo de la TVP que padecía su marido tal vez quiso decirle “no me
moleste con preguntas estúpidas que yo sé lo que hago”. ¡Cuántos
profesores disfrutan observando las caras entre admiradas y
desconcertadas de sus alumnos mientras ellos repiten fórmulas o
siglas ininteligibles (a veces hasta pronunciadas en inglés como
PCP o ERCP) imaginando que tal vez estén pensando cuánto que
sabe!
Es innegable que cuando
hablamos decimos lo que queremos decir, pero también ¡ay! lo que
queremos ocultar o al menos no hacer explícito, aunque sí dar a
entender dando rienda suelta a una mal disimulada soberbia. Sin
duda nos falta estudiar la segunda parte de nuestro curso de
traductores: una vez aprendida la capacidad de traducir lo que
nos dicen los enfermos, deberemos abocarnos a traducir nuestra
jerga, nuestro metalenguaje para los pacientes, para que entre
ellos y nosotros empiecen a tenderse puentes en lugar de abrirse
abismos.
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