INCERTIDUMBRE E
INQUIETUD EN MEDICINA
Alcides A. Greca
Los
médicos estamos dominados desde que comenzamos a transitar los
caminos arduos y azarosos de la profesión, por un paradigma
indeleble: Todo paciente tiene que tener un diagnóstico. Puede
ser éste de presunción, puede ser difícil de certificar, puede
ser elusivo y hasta a veces inasible, pero nunca debemos cejar
hasta tener la certeza del nombre que le cabe a su enfermedad.
Esta verdadera ontología nominalista que practicamos a diario
tiene, a no dudarlo, un efecto ansiolítico poderoso. Por alguna
arcana razón nos tranquilizamos mucho cuando podemos decir que
nuestro enfermo tiene una endocarditis infecciosa, por ejemplo.
Menos importante nos resulta descubrir en qué circunstancias la
contrajo, cuáles son las condiciones de vida o las conductas que
lo llevaron a desarrollar este siempre grave proceso infeccioso.
Los
propios pacientes nos interrogan en relación con el nombre de su
enfermedad y parecen suspirar aliviados cuando les podemos decir
cómo se llama eso que padecen y que los trae a la consulta. Nada
saben y aparentemente nada quieren saber acerca de cómo se van a
curar (si acaso se curen) o al menos cómo se aliviarán o cómo
aprenderán a vivir en este nuevo escenario mórbido. Pero es
indudable que la aparente certeza del médico tranquiliza al
paciente.
Esta
certeza pocas veces es tal y siempre lo es en forma precaria,
transitoria y volátil. Algunos médicos, cuando han dado ya la
sentencia y sienten que han podido dar cumplimiento al
paradigma, sufren una suerte de enamoramiento de su propio
diagnóstico y entonces, no hacen más que defenderlo a ultranza,
tratando de hacer coincidir cada nuevo hallazgo, cada síntoma
que aparece, con el nombre tranquilizador.
A menudo
surgen indicios discordantes, elementos clínicos o exámenes
complementarios que siembran la duda y amenazan con desmoronar
la construcción que habíamos levantado en nuestro pensamiento,
no siempre como consecuencia del razonamiento sistematizado y
minucioso, no siempre respaldados en lecturas profundas sino
como consecuencia de percepciones intuitivas, que antaño
recibieron la denominación admirativa de muchos, de “ojo
clínico”.
En otras
ocasiones, el proceso permanece inefable, no se muestra con
claridad y no podemos decirle al paciente el nombre de su
dolencia, simplemente porque el enfermar es un proceso que
trasciende temporalmente la consulta. El paciente no ha llegado
a nosotros con su enfermedad plenamente establecida sino en
medio del trayecto que conduce hacia ella.
Es aquí
cuando nuestra omnipotencia se ve cuestionada en sus mismos
cimientos y cuando nos asalta la angustia de la incertidumbre.
Plenamente convencidos de que el paciente espera de nosotros un
nombre que exorcice su mal, algunos médicos recurren a la
denominación que más se acerca (según su parecer) al de la
enfermedad en cuestión. Poco importa que haya datos de más o de
menos, que haya cosas importantes que hagan dudar del
diagnóstico.
La
tranquilidad del enfermo se torna entonces ilusoria. Él percibe
la inquietud de su médico y se inquieta a su vez. Es así que
muchas veces, se incrementan los síntomas, se hacen más
complejos los cuadros clínicos, porque solemos olvidar que el
desconocimiento de lo que ocurre y, más importante, de lo que
puede ocurrir, es un potente mecanismo ansiógeno.
La
verdadera confortación que el enfermo reclama y necesita se
consigue mucho más sólidamente haciéndole saber de nuestra
incertidumbre, pero a la vez de nuestra certeza de cuál será el
camino a recorrer para llegar al diagnóstico. Decir sincera y
tranquilamente que todavía no es posible poner un nombre al
problema pero que tendremos que cumplir algunas pautas aunque
puedan ser molestas, disminuirá sensiblemente la ansiedad del
médico y por ende también de su enfermo, que siempre reacciona
de manera recíproca.
Esto, que
resulta fácil de enunciar no es nada fácil de conseguir. Se
necesita dejar de lado ciertos paradigmas y reemplazarlos por
nuevos, y todos sabemos que tal cambio es siempre difícil y no
pocas veces doloroso.
El nuevo
paradigma podría sintetizarse en la siguiente sentencia: No
siempre es posible ni imprescindible rotular un proceso en una
sola consulta. Sí en cambio, es siempre necesario contener y
confortar y esto no se consigue con medicamentos y mucho menos
con fórmulas mágicas. Es necesario aprender a convivir por algún
tiempo con la ausencia de certezas y poner al paciente de
nuestro lado (como un aliado) en la búsqueda de la respuesta.
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