MAESTROS DE AYER Y DE HOY
Alcides A. Greca
La figura del maestro está siempre investida de
cierto aire mágico. La idealización hace a su esencia misma, y
así la relación maestro-discípulo se diferencia claramente de la
del docente con el alumno. En ésta el vínculo es exclusivamente
intelectual; en la primera existe una corriente afectiva que
torna el acercamiento mucho más estrecho y personal. Cuando
recordamos a nuestros maestros, difícilmente lo hacemos sobre la
base de sus conocimientos o de su capacidad para transmitirlos;
lo que han dejado en nosotros es algo inasible y difícil de
explicar, pero no por ello menos poderoso. Los maestros nos han
marcado a través de actitudes, de observaciones hechas como al
descuido, de consejos y no pocas veces de simples gestos y de
medias palabras. Nuestra admiración y nuestra gratitud por sus
enseñanzas van mucho más allá de la valoración de su sapiencia
en un campo de desempeño específico.
Suele escucharse por doquier que cada vez es menos
nítida la figura del maestro, que casi ya no existen quienes
puedan denominarse tales, que tampoco los alumnos de hoy están
demasiado dispuestos a asumir el rol de discípulos (con lo que
ello tiene de compromiso) y que “maestros, con todas las letras,
eran los de antes”. Seguramente no pocos nostálgicos,
justificadamente lo viven así. Porque muchos no han tenido una
relación personal tan potente como la antes descripta, que
marcara un rumbo en su carrera y también en buena medida, en su
vida personal. Es así que denominaron maestro a otro modelo de
docente, muy versado en su área, especialmente inaccesible, de
pocas y un tanto crípticas palabras, al que era casi una tarea
imposible abordar para aclarar una duda o simplemente formularle
preguntas. Se trataba de figuras lejanas, imbuidas de un halo
misterioso y ubicadas imaginariamente por eso mismo, en el
Olimpo de lo inalcanzable. Los que tenemos ya una larga
experiencia en medicina identificamos con facilidad a esta clase
de figuras.
Hace aproximadamente unos 30 años, la información
médica, a diferencia de hoy, estaba muy restringida. Aquél que
viajaba una vez por año al extranjero y traía el último libro en
inglés (que recién se traduciría unos cuantos años más tarde) se
sentía con razón dueño del dato más reciente, del secreto más
preciado y de la herramienta diagnóstica o terapéutica que le
estaba vedada a los demás. Poco importaba que fuera una
información inaplicable en la práctica; con que se pudiera
exponer en una conferencia o en una reunión informal para
lucimiento intelectual y deslumbramiento de la audiencia era
suficiente. Y como se trataba de fuentes apenas conocidas o
desconocidas por completo, la refutación o el simple pedido de
fundamentación adecuada eran prácticamente imposibles.
Este tipo de personajes que no dudaríamos en llamar
pseudomaestros, marcaron por muchas décadas a generaciones de
médicos y fueron no pocas veces destinatarios de reiteradas
reverencias. Eran dueños de una palabra siempre definitiva y
nadie osaba cuestionarla o enunciar otro punto de vista. Sus
diagnósticos o sus indicaciones formuladas de una manera
lacónica y sin derecho a réplica siempre clausuraba toda
discusión. Por fortuna, es casi imposible reconocer a estas
figuras en la actualidad. La democratización del acceso a la
información que vivimos en nuestro tiempo, hace que
prácticamente todos dispongamos de los mismos datos y que ya
nadie se quede boquiabierto por una cita bibliográfica muy
reciente. Simplemente porque esa misma cita está al alcance de
todos y es muy probable que muchos la hayan leído al mismo
tiempo o aun antes que quien la utiliza.
Los maestros verdaderos, en cambio, todavía están
vigentes hoy y no es verdad que los jóvenes ya no los respeten o
no los necesiten. Lo que ocurre, en mi concepto, es que lo que
se espera del maestro es el espíritu crítico, la discusión
enriquecedora y el cuestionamiento fundamentado en el
razonamiento y en la bibliografía. Se lo siente cercano, porque
debe estar dispuesto siempre a aceptar que la verdad es
multifacética, sin propietario exclusivo y por ende, con
diversos aspectos a considerar y que no existe un criterio
unívoco en la mayor parte de las cuestiones de la medicina como
tampoco de la vida. El verdadero maestro, por sobre todo, deja
discípulos que continúan en su derrotero y en cuya calidad
trasciende la de aquél; el pseudomaestro, en cambio, más allá de
su empaque, no deja nada tras de sí.
El maestro humanizado, autocrítico, motor de
proyectos y de cuestionamiento fecundo sigue y seguirá siendo
imprescindible, esperado y seguido. Porque esencialmente, se lo
verá como un modelo de vida, como alguien que señala el camino
de la ética y de la autosuperación. Seguramente con el paso de
los años, se irán olvidando sus clases magistrales, aun cuando
hayan sido brillantes; lo que dejará en quienes se le acercaron
una huella indeleble será, a no dudarlo, su manera de vivir.
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