EL
PRESTIGIO DE LA UNIVERSIDAD
Alcides A. Greca
La Universidad representa en todo el mundo la pluralidad
de pensamiento, la libertad creadora y el disenso civilizado y
fecundo. Todas las ramas de la ciencia, la filosofía y las artes
son en ella cultivadas y desarrolladas. A todas luces, es en la
Universidad donde se puede encontrar lo más elevado de la
capacidad intelectual de una sociedad y es por ello que en todos
los países que quieran avanzar social y económicamente, se debe
prestar especial atención a las universidades.
Clásicamente, se suele decir que las funciones
fundamentales de la vida universitaria son la enseñanza, es
decir, la formación de recursos humanos, la investigación y la
extensión a la comunidad. Esta afirmación, sin duda correcta en
lo formal, y habida cuenta de la enorme demanda de formación
universitaria, ha llevado en los países como la Argentina, en
que impera una política de ingreso libre a las aulas, a
universidades superpobladas de estudiantes. Seguramente por
ello, la Universidad ha ido paulatinamente poniendo en la
enseñanza sus mayores energías y también, por cierto, la mayor
parte de sus recursos.
Sin embargo, es preciso señalar que la generación de
conocimiento, a través de la investigación, es la razón primera
de la existencia de instituciones universitarias. Sólo así la
enseñanza se torna genuina, es decir, basada en lo que la propia
universidad produce (sin dudas en conexión permanente con otras,
ya que es impensable la producción intelectual en soledad). De
otro modo, la formación universitaria se convierte en una mera
repetición de lo que hacen otros y las casas de estudio en
simples fábricas de títulos.
Aunque criticada a menudo, con razón en algunos casos y
con resentimiento malsano en otros, todos miran con respeto a la
universidad y muchos aspiran a formar parte de ella. Baste para
sustentar este aserto, ver lo que ocurre cuando se convoca a un
concurso universitario: Pese a todas las críticas, es notable el
número de aspirantes.
¿En qué radica su prestigio? ¿Es simplemente un resabio
de la tradición medieval que imbuía a las universidades de una
cierta atmósfera de templos del saber? En los tiempos que
corren, la calidad universitaria no debe medirse por las clases
más o menos brillantes que dictan sus profesores, ni tampoco por
las disertaciones magistrales brindadas en cursos, congresos y
ciclos de conferencias. ¡Es tan fácil, contando con algunos
recursos económicos, invitar a un puñado de figuras rutilantes
para hablar ante calificados auditorios!
Es otra cosa lo que hace importante a una universidad.
En realidad, son dos aspectos los que desde mi punto de vista,
sostienen este prestigio: En primer lugar, la calidad de la
producción científica y técnica que los investigadores son
capaces de brindar al conjunto social. En segundo término, el
nivel de exigencia para alcanzar los títulos universitarios es
esencial para garantizar que los profesionales formados sean los
que mejor respondan a las demandas sociales, tanto en el
ejercicio estricto de la profesión, como en la tarea de
asesoramiento de diversas entidades gubernamentales y no
gubernamentales, lo cual también hace a la razón de ser de la
Universidad.
La posibilidad de acceder a las aulas debe ser
irrestricta. No es aceptable que ninguna condición económica,
social, racial o religiosa impida que un estudiante pueda
estudiar a nivel superior. Sin embargo, cada unidad académica
debe formar solamente el número de alumnos que le permite su
capacidad operativa (recursos humanos y de infraestructura).
Admitir un número mayor no es otra cosa que una defraudación a
los estudiantes y a la sociedad, que espera con razón, a cambio
de su aporte económico, el mejor producto. La capacidad y la
voluntad son presupuestos básicos para poder permanecer en ella
y el egreso con un título bajo el brazo, debe ser sólo un
reconocimiento a los más capaces y a los más esforzados.
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