LA UNIVERSIDAD
PÚBLICA
Alcides A. Greca
La
trascendencia que tiene para un país la calidad de la educación
universitaria es algo sobre lo cual no es necesario abundar en
argumentos, porque resulta evidente que tener investigación
científica original, recursos humanos calificados en todas las
ramas del conocimiento y un asesoramiento de alto nivel para los
organismos estatales y privados, hace directamente a la calidad
de vida de una comunidad.
El
concepto mismo de Universidad (Universitas) se refiere a la
universalidad del conocimiento y en este sentido ningún aspecto
del saber humano debe serle ajeno. Además, un elemento que se
torna constitutivo de su misma esencia es la libertad de
pensamiento, la posibilidad de crítica y de disenso, como así
también el acceso sin restricción alguna de raza, religión,
condición social o económica.
El
sostenimiento y desarrollo de la educación universitaria debe
estar en uno de los primeros lugares entre las prioridades de un
país y debe ser considerada una responsabilidad indelegable del
estado. En la actualidad, como un imperativo de la globalización
(engañoso concepto acuñado con la finalidad de encubrir una
intención hegemónica en un mundo cada vez más unilateral y
desigual), se ha incorporado en todas las actividades sociales
(y no es una excepción la función educativa), la iniciativa
privada.
Cabe
entonces preguntarse cuál es el rol, la necesidad, la ventaja
para la sociedad, de la privatización de la educación
universitaria. A favor de esta tendencia, puede computarse que
es auspicioso que diversos grupos sociales que se consideren
capacitados e idóneos, se sientan inclinados a contribuir a la
educación de la comunidad. Esto ocurre desde hace muchas décadas
en la etapa primaria y en la enseñanza media. No existe razón
alguna para pensar que no pudiera ejercerse con igual calidad
esta función educativa en el ciclo superior.
La
investigación científica forma parte constitutiva de la esencia
misma de la Universidad, desde que la producción del
conocimiento es indivisible de la formación de recursos humanos
profesionales, y en rigor esta última debe resultar la
consecuencia de aquélla, para que no se reduzca la Universidad a
una mera propaladora de los aportes intelectuales y
descubrimientos de otros países. Nada haría pensar que un grupo
privado no pudiera producir investigación de calidad, habida
cuenta que es probable que tenga acceso a cuantiosos recursos
económicos.
¿Qué es,
entonces, lo que diferencia a la educación universitaria estatal
de la privada? ¿Por qué pensar que solamente en manos del estado
puede mantenerse el verdadero espíritu universitario, tal como
se lo concibe en una sociedad democrática?
La
respuesta, creo, resalta evidente: Cualquier grupo social que
tenga una extracción determinada (confesional, económica o
ideológica) tendrá derecho, en tanto y en cuanto sostenga
económicamente a una universidad, de establecer sus reglas de
juego y sus políticas educativas. En otras palabras, la
educación privada inevitablemente tenderá a moldear las mentes
de acuerdo a su propio perfil de pensamiento y no sería lógico
reprochárselo.
En este
orden de ideas, es posible que por censura explícita o por una
autocensura bastante relacionada con el instinto de
conservación, los docentes vayan tendiendo a perder
independencia de pensamiento, renunciar a la pluralidad de
enfoques y se llegue a la pérdida de la libertad de cátedra.
Esta circunstancia se torna especialmente preocupante cuando se
piensa en la enseñanza de cuestiones que en sí mismas son de
lectura diversa y esencialmente opinable, como la filosofía, la
historia, la psicología o la antropología. En las denominadas
ciencias duras (curiosa y extraña denominación, por cierto), las
cuestiones parecen menos discutibles. Aun en estos casos sin
embargo, la dirección de la investigación está regida siempre
por intereses de orígenes múltiples. Inevitable como es esta
circunstancia, es preferible siempre que los intereses sean los
de toda una comunidad a que se restrinjan a los intereses de un
grupo, cualquiera sea su composición.
A menudo
nos quejamos del aparente desorden que reina en nuestras casas
de estudio universitario, en especial en la Argentina. A menudo
también, nuestros alumnos y en no pocos casos sus padres,
vuelven sus ojos con admiración y cierta sana envidia hacia el
orden de los institutos privados. Aquí se encierra a mi juicio,
un elemento distorsionante, sobre el cual es necesario advertir.
Con todos
sus problemas, con sus limitaciones presupuestarias, con sus
avatares políticos y con sus debates que en ciertas ocasiones
pueden parecer caóticos, la Universidad pública del estado en
una sociedad democrática es la única que puede garantizar la
pluralidad y el disenso. Y sin pluralidad y disenso no es
posible la apertura mental que posibilite el verdadero
pensamiento científico, filosófico o la creación artística. |